Cuando a Tomás le bajaba la tensión –y había veces que la tensión tropezaba y caía por los suelos–, su mujer lo acercaba en coche a la librería de la calle del Gasómetro, donde, transcurridos unos minutos, recuperaba el pulso.
La vista, el olor, el sonido, el gusto, el tacto de los libros lo espoleaban.
La terapia de ese balneario de tinta y papel era válida para depresiones y euforias desatinadas, para el insomnio y la sobredosis de sueño. Su mujer, que lo sabía, había recusado las curas convencionales. Una vez que se rompió el tobillo, lo escayolaron con la contraportada de El Quijote.
El librero, Rafael, tenía algo de brujo, pero, en su inmensa sabiduría, empezaba a asumir que la pócima que anidaba en el polvo de sus libros estaba perdiendo sus poderes, y un día no le quedó más remedio que vender el local a una cadena de comida rápida. Fue como firmar su sentencia de muerte.
Aquella misma noche Tomás sufrió un infarto fulminante en su casa de la Ronda de Toledo y, fiambre como estaba, su mujer lo llevó a la librería para que su atmósfera lo resucitara.
“Cerrado por defunción” leyó en la puerta. Y comprendió.
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