Como cada tarde bordea la Estación de Atocha de ese Madrid ya casi suyo. Contempla las esculturas ”Día” y “Noche” dedicándoles un afectuoso saludo y se dirige al solar cercano donde se refugia ahora. Suspira profundamente pensando que podía ser el rostro de su nieta, de la hija que nunca tuvo y se agacha a recoger los dos cubiertos de alpaca que se le han caído al sacar la servilleta. Mira el carrito con sus únicas pertenencias. Algunos vestigios de quien fue, como aquel traje de pedrería fina en otro tiempo blanco que asoma por una de sus bolsas. Coloca el trozo de redondo asado reseco, última de sus adquisiciones, en el plato de porcelana y sentándose encima de los cartones se dispone a cenar. Una manta agujereada le cubre los hombros a modo de echarpe. Se espera una noche fría.
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